

Esta entrada es especialmente significativa para nosotros, ya que en este barrio nació nuestro querido abuelo. Cada vez que pasa frente a la casa donde vio la luz por primera vez, los recuerdos inundan su mente y, con un brillo nostálgico en los ojos, nos relata las historias de su infancia.
En el pintoresco barrio de Marcilla, en el corazón de Navarra, se erigía la majestuosa fábrica “La Concepción”. Construida entre 1899 y 1900, esta fábrica fue la primera azucarera de la Comunidad Foral y, tristemente, la última en desaparecer. Su construcción formaba parte de un ambicioso proyecto del Estado español para sustituir el azúcar de caña de las colonias perdidas.
Las grandes compañías azucareras trajeron consigo un soplo de modernidad y desarrollo industrial a Navarra a principios del siglo XX. Con su avanzada tecnología y su impacto directo en la agricultura, fomentando el cultivo de la remolacha, estas fábricas se convirtieron en motores de progreso y símbolos de la industrialización. No es casualidad que la azucarera de Marcilla esté pintada en el artesonado del palacio del trono de la Diputación Foral.
La azucarera de Marcilla es recordada en los libros y catálogos como un ejemplo destacado de la arquitectura industrial española. Sus arcos y cornisas neomudéjares, el reloj de sol, los pavimentos de ofita, los tragaluces semicirculares y la gran chimenea de ladrillo eran detalles que la hacían única.
La fábrica era inmensa, con múltiples naves para la producción, hornos de cal, turbinas, calderas, secaderos de pulpa, lavaderos y almacenes para el azúcar y la melaza. Fuera del recinto fabril, se encontraba un poblado con viviendas para los obreros, capilla, escuelas, fonda y economato.
En este entorno, nació en 1940 un niño llamado Julián, quien más tarde se convertiría en el abuelo del narrador. Julián creció escuchando el bullicio constante de la fábrica y viendo las filas de carros y galeras cargadas de remolacha que llegaban desde los pueblos cercanos. Desde pequeño, soñaba con trabajar en la fábrica que tanto admiraba.
A pesar de la dureza de la recolección, con frío y barro, las campañas proporcionaban cosechas rentables para los agricultores y empleo para los jornaleros. La fábrica tenía un ramal férreo que enlazaba con la estación del ferrocarril, donde los obreros cargaban sacos de azúcar en los vagones del tren.
La vida en el barrio de la fábrica giraba en torno al toque de sirena. Las voraces carboneras eran alimentadas sin parar, y el pequeño microcosmos creado junto a la fábrica generó un estilo de vida que muchos recuerdan con nostalgia. La barriada tenía su propia iglesia, escuelas, tienda, cantina y fiestas patronales de San Pedro.
Cuando Julián tenia la edad, comenzó a trabajar en la fábrica como electricista. Durante nueve años, dedicó su vida a mantener en funcionamiento la maquinaria que transformaba la remolacha en azúcar. Cada día, al toque de la sirena, Juan se dirigía a su puesto de trabajo con orgullo y dedicación.
Sin embargo, en los años sesenta y setenta, la fábrica comenzó a decaer debido a la falta de eficacia y productividad. Los agricultores navarros no podían competir con la remolacha castellana, y en 1979, la fábrica cerró sus puertas. Hoy en día, solo queda la memoria de una fábrica que endulzó la vida de la gente y la chimenea que se alza como un testigo silencioso de su historia.
Julián, ya anciano, sigue contando historias de su tiempo en la fábrica a sus nietos. Les habla de los días en que llegaban con los carros y recogían lo que se caía, y de sus años trabajando como electricista. En su corazón, siempre habrá un rincón dedicado a ese lugar especial que marcó su vida y la de muchos otros en Marcilla.





En este día de fiesta y alegría, nos reunimos con los gigantes de Marcilla, Ana de Velasco y el Coronel Villalba, figuras imponentes que llenan de magia.
Mis abuelos, siempre presentes, nos acompañaron en este día tan especial, disfrutando juntos cada momento, bailando con los gigantes, en un vals celestial.
Por el barrio danzamos sin cesar, con mis viejos conocidos, los gigantes de Marcilla, recordando tiempos pasados y presentes, en un abrazo de tradición y maravilla.

¿Qué sería de nosotros sin la ayuda estimable de los gaiteros, siempre tan amable? Como no puede ser de otra manera, una mención especial para ellos, sincera.
Aquí estamos, posando con orgullo y alegría, con los gaiteros y la comparsa, en armonía. En Marcilla, juntos celebramos, con música y danza, todos nos unimos.
Muchas gracias al barrio de la Azucarera por recordarnos y animarnos a disfrutar del día. Fue un honor llevar a la giganta a esta fiesta de hermandad.

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